Ante una recesión sin precedentes que requería una respuesta igualmente sin precedentes, los gobiernos se han esforzado por aportar un alivio económico muy necesario a sus sociedades. Las respuestas han sido diferentes: mientras que algunos países han optado por tímidas políticas fiscales y monetarias, otros han aplicado fuertes medidas de ayuda económica a sus ciudadanos. La voluntad política (para ampliar el gasto público) y la capacidad económica (de endeudamiento y en términos de equilibrio fiscal) son algunas de las razones que determinan el grado de reacción de los distintos gobiernos ante esta crisis.
Las condiciones previas importan. No debería sorprender que la capacidad de hacer frente a la crisis económica dependa de las restricciones estructurales y de las importantes diferencias entre los países de ingresos altos y bajos. Las economías de EE.UU. y Europa Occidental han podido transferir pagos de emergencia universales, ampliar las desgravaciones fiscales y apoyar a las empresas y a los desempleados. Mientras tanto, los países de bajos ingresos no tienen los medios para aumentar su gasto público o se niegan a hacerlo por su elevado coste. Además, son estos últimos países los que más tienen que perder en medio de esta crisis, puesto que sufren un empeoramiento de las privaciones relacionadas con la educación, la salud y el nivel de vida.
Del mismo modo, los países con sistemas de asistencia social anteriores a la pandemia (como el seguro de desempleo) han tenido más facilidad para aplicar las medidas de ayuda que los países desprovistos de dichos sistemas. La preponderancia de la economía informal, por ejemplo, dificulta la distribución de ayudas en forma de recortes fiscales y cotizaciones salariales. Las estructuras de bienestar previas han permitido a los países ricos ayudar a sus ciudadanos, mientras que los países pobres no tienen los medios para hacerlo de forma rentable y fiable. A su vez, la incapacidad de las economías de ingresos bajos y medios para garantizar unos ingresos universales impide que los enfermos y las personas vulnerables se queden en casa.
Las condiciones desiguales que existían antes de la pandemia explican la recuperación desigual. Estamos viendo un rápido crecimiento económico tras la recesión en los países ricos, donde la vacunación avanza rápidamente y donde el gasto de emergencia ha sido amplio y oportuno. Pero en la mayoría de los países de ingresos medios y bajos la recesión persiste o el crecimiento económico es incipiente. Los países pobres, que necesitan las medidas económicas más generosas para recuperarse, han sido los que han gastado un porcentaje menor de su PIB en políticas fiscales para hacer frente a las consecuencias de la crisis.
Basándonos en datos recientes del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial, comprobamos que la mayor parte de los recursos fiscales del mundo se han invertido en países donde la pobreza es escasa. Las economías de bajos ingresos, donde las tasas de pobreza son más altas, y donde las consecuencias de la COVID-19 han sido más severas, han tenido inversiones fiscales más bien pequeñas.
Las brechas entre países entre países ricos y pobres son enormes. En términos absolutos, las economías más avanzadas han destinado 227 veces más recursos que las economías de bajos ingresos, incluso teniendo en cuenta la ayuda financiera que las organizaciones de las Naciones Unidas han invertido en estos países.
La falta de recursos se convertirá rápidamente en un Catch-22. Los recursos limitados, por ejemplo, obstaculizarán los esfuerzos de vacunación y el control del virus Sars-CoV-2, con el efecto negativo en la recuperación económica. Un menor crecimiento económico dificultará a los países de renta media y baja la reconstrucción de los maltrechos sistemas sanitarios y la creación de los tan necesarios puestos de trabajo. Y las tasas de crecimiento desiguales crearán nuevas realidades geopolíticas. Es probable que aumenten las diferencias de ingresos entre los países de renta alta y el resto, en un marcado retroceso de una de las tendencias más notables del siglo XXI, la reducción de la desigualdad mundial entre países.
Las consecuencias de estas grandes diferencias en las respuestas fiscales durarán más allá de la pandemia. El Banco Mundial ha advertido que la recuperación económica después de la COVID-19 será desigual, aunque en promedio las cifras parezcan sólidas con una cifra de crecimiento global del 5,6%. La OCDE ha advertido que países como Corea del Sur y Estados Unidos acabarán en 2021 con niveles de renta similares a los de antes de que comenzara la pandemia, mientras que países como México y Sudáfrica tendrían que esperar entre tres y cinco años para volver a los niveles de renta anteriores a la pandemia.
Las consecuencias sociales de un espacio fiscal limitado en los países de renta media y baja pueden tener efectos devastadores a largo plazo. La inseguridad alimentaria y los índices de pobreza ya se han incrementado. La brecha educativa entre los que tienen y los que no tienen creará una crisis a largo plazo para los niños que no pudieron aprender y desarrollarse durante la pandemia, y la falta de recursos fiscales limitará la capacidad de los gobiernos para poner en marcha programas exitosos de recuperación y nivelación del aprendizaje.
La pandemia ha alterado las condiciones fiscales en todo el mundo. Se necesita una política creativa y valiente para garantizar que los recursos fiscales estén disponibles para proteger a las poblaciones vulnerables en todos los países, y que esta expansión fiscal se utilice eficazmente para garantizar una vía de desarrollo sostenible a largo plazo para el mundo.