
Javier Surasky
Oficial de Programas, Gobernanza y Financiamiento para el Desarrollo Sostenible
j.surasky@cepei.org
A inicios de este siglo, poco después de que se definieran las bases de los Objetivos de Desarrollo del Milenio, el mundo se dio cita en Durban para celebrar la Conferencia Mundial contra el Racismo, la Discriminación Racial, la Xenofobia y las Formas Conexas de Intolerancia. La sede del encuentro fue significativa: Durban, en la Sudáfrica posapartheid.
Según lo informaba la convocatoria a ese encuentro, allí se plantearían asuntos que reflejaban las complejas formas en que los prejuicios raciales y la intolerancia se manifiestan en la actualidad. Desde las secuelas de la esclavitud hasta los conflictos étnicos; desde la situación de los pueblos indígenas hasta la discriminación por razón de las creencias; desde el discurso de odio difundido por la Internet hasta la relación entre la discriminación por razón de raza y la discriminación por razón de sexo.
Más allá de los resultados formales, esa conferencia implicó un cambio en la mirada mundial sobre el problema, que hasta entonces había estado centrado en la lucha contra el apartheid y los regímenes basados en la discriminación, para hacerla más integradora. En 2009 se reunió una Conferencia de Examen de los progresos en la implementación de los resultados prometidos en Durban. Como ocurre en reiteradas oportunidades, su documento final identificó el insuficiente progreso realizado, renovó el compromiso con ellos, y poco más. Dos años después, un encuentro internacional conmemoró el décimo aniversario del encuentro en Sudáfrica, sin producir novedades relevantes.
En el marco del Debate anual de la Asamblea General de las Naciones Unidas, tendrá lugar el 22 de septiembre, un encuentro de alto nivel por el 20º aniversario de la Declaración y el Programa de Acción de Durban.
La situación no se presenta fácil: por diferentes y discutibles razones han expresado que no participarán del encuentro países con posiciones políticas heterogéneas como Alemania, Australia, Austria, Canadá, Estados Unidos, Francia, Hungría, Israel, los Países Bajos, el Reino Unido y la República Checa.
Hoy, a 20 años de Durban, vivimos en un mundo con gobiernos de corte nacionalista-xenófobo, donde la discriminación por razones étnicas causa levantamientos populares en el Estado más poderoso del mundo bajo el grito de Black Lives Matters; el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los refugiados trabaja en su máximo histórico de personas puestas bajo su protección, situación que se agravará a partir de los sucesos en Afganistán; Gambia apela a la Corte Internacional de Justicia para frenar la persecución contra el pueblo Royingha por Myanmar; el bloqueo permanente por Marruecos a la posibilidad de que se realice el referédum de autodeterminación del pueblo Saharaui mantiene vigente el régimen colonial en África; la homosexualidad es delito en 69 países y castigada con pena de muerte en nueve de ellos, y la pandemia expone cómo grupos y minorías nacionales son dejados atrás en el acceso a vacunas y tratamientos, además de su invisibilización estadística.
La reunión para recordar los 20 años de la Conferencia en que los países prometieron reforzar su lucha contra toda discriminación y contra la xenofobia, no puede repetir frases hechas en encuentros anteriores ni seguir expresando compromisos vacíos de voluntad política.
Mantener la mirada que posterga a grupos enteros y hace del otro y la otra enemigos por el solo hecho de ser diferentes, sustentando teorías de superioridad de unos sobre otros, impedirá avanzar hacia la solución de problemas conexos como el cambio climático, la lucha contra la pobreza o el logro del desarrollo sostenible, que los gobernantes señalan una y otra vez como sus mayores prioridades.
La discriminación y la xenofobia quiebran cualquier posibilidad de reconocer a los otros como pares, y esto implica denigarar sus capacidades, saberes, aportes y cosmovisiones. Han generado un mundo desigual como nunca antes, en una gestión ambiental que pone en serio riesgo el futuro del planeta como sustento de vida.
No hay diálogo real si no hay mutuo reconocimiento de igualdad entre sus participantes. No puede haber multilateralismo de ningún tipo, pero menos aún uno que sea incluyente y plural, si no hay diálogo. Y no habrá soluciones a problemas globales sin un multilateralismo reforzado que, en el marco de la pospandemia por COVID-19, se oriente a proconstruir mejor.
Es mucho más lo que está en juego de lo que parece a simple vista. Si no protegemos la semilla, difícilmente crezca el árbol del cambio. Terminar con las prácticas discriminatorias y xenófobas en todo el mundo es precondición para que el cambio que buscamos con la Agenda 2030 y el Acuerdo de París sean posibles. Y es una deuda mundial que llega desde tiempos inmemoriales con sus víctimas, consagrada por escrito en el artículo 2 de la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948): “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”.